¿Cómo entiendo yo la necesidad de ir a la guerra que sienten los hombres de la especie humana, sin importar el lugar del planeta donde esto ocurra? ¿Por qué la deserción es considerada una falta demasiado grave? Esta reflexión me la hice en un comentario que escribí luego de leer el completo artículo «Cuando la deserción no es una opción«, que publicó Thilo Hanish en su blog OIMC, como parte de otra discusión surgida de un artículo publicado en Equinoxio.
El párrafo inicial del comentario era el siguiente:
“Por supuesto que la gente no quiere la guerra. Pero después de todo, son los líderes de los países los que determinan la política. Siempre es una simple cuestión de manipular al pueblo, sin importar que se trate de una democracia, una dictadura fascista, un régimen parlamentario o una dictadura comunista. Bien sea con voces a favor o en contra, la gente siempre responde al clamor de sus líderes. Es fácil. Todo lo que usted tiene que hacer es decirles que están siendo atacados, y denunciar a los pacifistas por su falta de patriotismo, y por exponer a su país a un peligro mayor.”
Este fue mi comentario:
Thilo, el párrafo inicial de este artículo es cierto. Nada mejor que buscar un enemigo externo, una amenaza intangible para empezar a manipular las masas y despertar los más fieros nacionalismos. El ser humano tiene la propensión a formar hordas para atacar o defenderse; en ese sentido la dotación genética nos traiciona. Eso es una bola de nieve que se retroalimenta.
Y Goebbels, el asesor propagandístico del Fürer fue un verdadero maestro para manipular y crear verdaderos fenómenos de masas. De hecho, Goebbels todavía es un referente obligado para el estudio de la opinión pública.
Una de las características de los criminales de guerra que fueron enjuiciados en Nüremberg era su certeza de haber hecho lo correcto y de haber obedecido ciegamente las órdenes que les impartieron. Todos ellos tenían profundamente arraigado el sentido de la obediencia.
Desde el punto de vista racional, no le veo sentido al concepto de patriotismo a ultranza o a tener que ir a una guerra para morir en defensa de egos ajenos. Pero la razón se hace a un lado cuando operan las instrucciones que dictan los instintos. Mientras exista la especie humana siempre estará presente la tentación de fabricar alguna guerra en uno o muchos lugares del planeta, para acumular ya sea tierra, poder, recursos, petróleo, llevarse un punto, aniquilar a un enemigo imaginario o real, etc. A lo largo de la historia siempre ha habido guerras y siempre los hombres han ido a ella, a luchar por defender los intereses de una línea de división ilusoria llamada «frontera», «nación», «patria», «libertad» o «verdad». Todos conceptos subjetivos, con los cuales tenemos una relación figurada.
El concepto de lealtad a la patria, de ir a la guerra a defender esa línea ilusoria es solo la obediencia a nuestro instinto gregario. No actuar junto con el grupo se interpreta como una grave traición, porque así está marcado en nuestros genes.
El impulso de actuar en conjunto fue una herramienta fundamental de supervivencia de nuestros antepasados, cuando vivían en pequeños clanes y en grupos familiares, pero hoy no hay fieras que acechen en la oscuridad y los alimentos los podemos conseguir en las góndolas de los supermercados. Pero el instinto sigue ahí. Como digo en un poema mío, los genes son un «eviterno vital confeti que desde lo ínfimo gobierna mis instintos. Soy animal ritual, pavo real, soy marioneta gobernada por invisibles hilos».
Entender y legitimar la objeción de conciencia es un acto de civilización, que, por esa misma razón, va en contravía de los instintos. Desde el punto de vista racional, no ir a la guerra, estar en desacuerdo por cobardía, humanitarismo, pacifismo o como quiera que se le pueda llamar, es un delito, porque va en contra de la norma dictada por los genes.
Sin embargo, cuando logro entender al menos un poco cómo es que opera en mí ese instinto, cuando logro permitirme ser razonable, puedo ver lo absurdo de ciertos actos que me inducen a actuar en abstracto, desde lo más primitivo de mi cerebro límbico.
Ahora, ¿qué pasa cuando nuestras fronteras son atacadas? ¿cuáles fronteras? ¿por qué siento que pertenezco y que tengo poner en juego mi vida para defender un pedazo de tierra que nunca antes en mi vida había visto, en nombre de una «patria» de la que solo tengo una representación mental?
Sin embargo nuestros hombres seguirán yendo a la guerra, a defender o a atacar. Y yo seguiré haciendo mis reflexiones, así no sean prácticas.