Las cosas empezaron a complicarse para nuestra especie cuando inventó las armas. Hasta antes de la creación de las armas de fuego, las masacres se cometieron con espadas, lanzas, flechas, dagas, catapultas, etc. Para un ser humano normal, luego de recibir una estocada o una puñalada letal es poco lo que le sirve cualquier señal de sumisión.
Y esas mismas señales son inútiles cuando la víctima ya recibió el disparo de una pistola del mínimo calibre (.22) o cuando surgen en respuesta a los proyectiles que arrojan las armas de largo alcance, como son los fusiles, en las cuales el agresor no alcanza a ver el rostro de sufrimiento de sus víctimas ni las señales de dolor o de apaciguamiento. O frente a las armas accionadas a control remoto, como las bombas o los misiles. Es fácil apretar un botón mientras se oye música con los audífonos puestos. Resulta un acto impecable y aséptico para el ejecutor.
De otro lado, las guerras están presentes en todas las comunidades del planeta, pero a diferentes escalas y con distintas modalidades. En todos los tiempos ha habido genocidios, que han sido directamente proporcionales a la población mundial del momento. A lo largo de lo que conocemos como la historia de la cultura occidental, las luchas domésticas por el poder y por la supervivencia de las primeras comunidades, integradas por pocos individuos, se han transformado en otras que han alcanzado dimensiones de progresión exponencial, que se traducen en genocidios, como el de los judíos, y de exterminios de pueblos enteros, como el de los aztecas por parte de los españoles. Pero podemos devolvernos hasta los romanos, los griegos y los egipcios, para verificar las mortandades que han ocurrido hasta donde alcanza la memoria de la cultura, en las que los vencedores arrasaban ciudades enteras sin dejar ni siquiera piedra sobre piedra.
El hombre moderno, el Homo Sapiens versión siglo XXI, tiene inscrita en los genes la misma compulsión de su ancestro cavernícola por atacar en hordas, como lo mencioné en el artículo anterior, y a acumular cosas como símbolo de poder, lo que lo lleva a atacar a veces por una única razón: la ambición primitiva de poseer más, independientemente de cuánto ya posea. No se trata de tener MÁS sino de tenerlo TODO, para los períodos de escasez. Son instrucciones arcaicas, pero a los genes no parece importarle.
También tiene instrucciones que lo incitan a competir, a desconfiar de los extraños, a formar parte de grupos jerarquizados, a crear fronteras, a querer expandirlas, a creer en líderes y a seguirlos con obediencia, siempre y cuando él mismo no tenga niveles de agresividad suficientes como para que él mismo ambicione ser el jefe.
Por eso los líderes que son capaces de manipular las debilidades humanas, de justificar los ataques mediante la invención de enemigos extranjeros, de lograr enardecer multitudes tienen el poder de llevar a países y hasta a continentes enteros a la guerra y a lograr que millones de personas estén de acuerdo con ella y a apoyar y hasta encubrir o a “hacerse los de la oreja mocha” con los más horrorosos exterminios.
Sin embargo, nada de lo que dije justifica la guerra. También el hombre de las cavernas tenía la misma inteligencia del hombre moderno, con muchísima menos información y menos complejidad cultural, no había descubierto la rueda ni el caballo como medio de transporte, pero tenía el mismo acervo de valores morales y de la ética, que incluyen no matar a los de su misma especie. No hay que perder las esperanzas.
Quiero rematar diciendo que estoy en contra de la guerra, del armamentismo y de la prosperísima industria militar. Al mismo tiempo, encuentro absurdo que haya países que tienen un enorme arsenal nuclear y que ellos sí encuentren justificable tenerlo, con el argumento de que es un asunto de seguridad nacional. Pero, cuando sus objetivos potenciales de guerra intentan hacerse también a armamentos, entonces hay que impedirlo a toda costa, porque ellos sí ponen en riesgo la seguridad nacional. No tengo que mencionar nombres propios. ¿Por qué más bien no se desarman ellos?